Unas pocas palabras verdaderas

EL hombre viene al mundo con sus alforjas llenas de mendrugos de pan, unas colodras de agua y unas pocas palabras primordiales. Con ellas nombra todas las cosas, las estrellas arriba en el cielo, los ríos avanzando hasta la mar y los árboles cabalgando hacia la altura. Ellas dicen su nombre exacto, el que revela su misma esencia asomándose al semblante y revelándose enteras. Sabe el hombre del origen divino de esas palabras, que el sembrador de estrellas hizo sonar en sueños, como primera música y llegar a sus labios como ola humilde y humedecedora.
Entregadas al hombre, éste puede malgastarlas y profanarlas, afondarlas con sus experiencias y ensancharlas con sus esperanzas. Puede ir oscureciéndolas por la violencia que les infiere, pero también puede con el uso irlas volviendo más diamantinas y cenitales. La técnica y la ciencia, con los admirables servicios que han prestado a la salud y al bienestar del hombre, han otorgado suprema autoridad a su lenguaje pero han infligido una herida a esas palabras, por la que se ha desangrado su complejidad. El rigor matemático, instaurado en todo como medida de la exactitud, ha comportado en su reverso la pérdida de aquella fluidez luminosa con que las palabras, como las nubes deshilachadas, blancas y débiles, ornaban el cielo, trasportando al hombre en sueños. ¡Malditas matemáticas!, gritaban los poetas ingleses del siglo XIX.
La perversión suprema del lenguaje ha tenido lugar cuando hemos elevado la demostración a norma de todo hablar. Rigor, exactitud, referencia a hechos demostrables han sido constituidos en canon de la comunicación humana. La relación del hombre con las cosas materiales, reguladas por la ciencia física y matemática, ha sido declarada forma de comunicación universal. Se ha juzgado la palabra dedicada a la persona, a las realidades espirituales, a Dios y al futuro, de acuerdo con ese canon, válido sólo para las cosas. ¡Y desde ahí se ha concluido que nada seguro podemos decir del hombre, de Dios, del futuro, de lo que de verdad nos importa, cuando lo que nos importa no es demostrable y lo que es demostrable no nos importa! Las palabras no son mensurables, ni reducibles a estructura matemática, ni siquiera inteligibles con diccionarios en la mano. La luz de fondo que las anima, la secreta unión esponsal que mantienen con toda la realidad y con Dios mismo, no es verificable por tales métodos. Hay que sumergirse en ellas, habitar en su morada, dejarlas decirse y decirnos jugando los juegos de la vida. Entonces se revelan como llamaradas de fuego, árboles de luz, hogares de sentido.
Las palabras son el uso que hacemos de ellas y se revelan con la praxis que instauran. Wittgenstein fue pionero en esta comprensión del lenguaje. En una anotación de 1938 escribe: «Si yo tuviera que decir cuál es el error principal que cometen los filósofos de la generación presente, incluido Moore, diría que cuando estudian el lenguaje, a lo que miran es a la forma de las palabras y no al uso que hacemos de la forma de esas palabras». El uso, el juego de la vida, la práctica y texto, es decir su tejido y tejemaneje en la acción, dicen lo que son. Wittgenstein aplica su enunciado a la realidad de Dios: no son el razonamiento como quería el racionalismo alemán, ni siquiera el sentimiento como querían W. James o los modernistas católicos, los que nos acercan a él, sino las palabras que proferimos y usamos para hablar de él y la acción que surge de la referencia a él. «La praxis da a las palabras su sentido». «Quizá podríamos convencer a alguien de que Dios existe por medio de una cierta educación, por la configuración de la vida de una forma coherente desde ahí». Bendecir, celebrar, lamentar, arrepentirse, consolar, perdonar, elevar los brazos en súplica, ejercer ciertas virtudes, son hendiduras por las que se pueden inserir la luz y presencia de Dios en el mundo. Esas pocas palabras verdaderas arrastran más caudales de agua viva que muchas otras, encenagadas y deshuesadas, de un vocabulario trivializador.
Los humanos no nos sentimos consolados o fortalecidos por las demostraciones, que generan sólo claridad y no fortaleza de alma. Nos ayuda más la exhortación que la demostración, la esperanza que la evidencia; las palabras que nos abren un futuro con anchura de horizontes más que las que nos muestran lo evidente. El problema más grave en el sistema educativo es el secreto desprecio de la exhortación y de la súplica, reclamando puras y duras demostraciones. (En cambio todos los grandes filósofos desde Aristóteles nos ofrecieron Discursos protrépticos). Se cree que venciendo la inteligencia del alumno, éste va a asentir y adherirse. Lo contrario es la verdad, porque nada toleramos menos los humanos que el ser vencidos y la violencia de la razón es tan maligna como la violencia de las armas. Nos adherimos no a quien nos vence humillándonos sino a quien nos convence como personas; seguimos a quien nos ofrece confianza personal, imitamos a quien nos parece admirable y con gratuidad y humildad nos da que pensar, esperar y amar. Unas pocas palabras verdaderas nacidas de la entraña de quien habla y dirigidas al tallo germinante de la persona que escucha es lo que necesitamos, antes que los argumentos. Estos llegan siempre demasiado pronto o demasiado tarde.
Una de las razones de la crisis social es la ruptura de la confianza personal, suplantada por el discurso demostrativo, como si éste fuera el único método racional y moderno. Y al no ser él posible en la mayoría de las relaciones humanas, se engendran entonces una soledad profunda, rechazo y resentimiento. Nacen entonces las dudas respecto de la propia vida personal, de la credibilidad de los otros y de la existencia de Dios, ninguno de los cuales es accesible al argumento subyugador. Kant, hablando de Dios, afirmó: «Demostrar no es necesario, convencerse sí», y distingue entre la convicción, que remite a fundamentos objetivos, de la persuasión que integra la índole especial del sujeto, a quien se dirige la palabra.
Dostoyevski recogiendo las palabras de Kant, explicita cuál es la situación respecto de la fe en Dios y de las dudas que surgen sobre su existencia. «Sin duda es horrible. Pero en esta cuestión no es posible demostrar nada; sin embargo es posible convencerse. -¿Cómo? ¿Con qué? -Con la experiencia del amor activo. Esfuércese por amar al prójimo de manera activa y sin cesar. Y a medida que avance en el amor, se irá convenciendo de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma. Si además llega a la abnegación completa en el amor al prójimo, entonces ya creerá V., sin disputa alguna y no habrá duda que pueda siquiera deslizársele en el alma. Esto está probado. Esto es exacto» (Los hermanos Karamázov I, 2, 4). Lo que se dice de Dios es igualmente válido para todo lo relativo a la vida personal. Sólo quien ejercita la libertad llega a un real convencimiento de ella; sólo quien asume el riesgo de vivir realizando un proyecto descubre la grandeza de la vida; sólo quien sirve incondicionalmente al prójimo descubre la fecundidad personal del amor gratuito.
¿Qué engrandece y que amenaza la vida personal? La amenaza el anonimato, la trivialización del mal, la reducción técnica y publicitaria del lenguaje, el tópico repetido hasta la saturación, la uniformación expresiva, el olvido de los mundos lejanos a nuestra percepción inmediata con las correspondientes palabras que los nombran, el silencio sobre realidades sagradas inaccesibles por métodos cuantitativos. Si la primera desnaturalización que sufre el hombre es la de la palabra, la primera redención que tiene que llevar a cabo es la de las palabras. Que los hombres buenos, los artesanos, los poetas, los santos, nos recreen esas palabras verdaderas y necesarias, que agradecía Machado, con las que decimos el mundo, a nosotros mismos y decimos a Dios. Con su luz y lumbre reganamos el gozo de vivir y la dignidad de ser hombres.
OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL
Fuente: ABC

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