Llama la atención esta razón de peso porque no parece que los profesionales de las cuatro comunidades en las que la colegiación es voluntaria (Andalucía, Extremadura, Asturias y Canarias) tengan más carencias deontológicas que los de las regiones en las que los profesionales nos vemos obligados a colegiarnos. Y, por otro lado, desconozco cómo el colegio al que estoy obligatoriamente colegiado, el de Madrid, controla mi actitud deontológica más allá de la que garantizan en conjunto mi titulación, mi ética y experiencia personales y la entidad en la que en cada momento trabajo. Desconozco igualmente por qué no podría seguir controlándola, si es que alguna vez lo ha hecho, aunque la colegiación no fuera obligatoria. Porque si de lo que se trata es de validar titulaciones, en mi caso eso ya lo hizo en su día el Ministerio de Educación.
Parece que el argumento de la protección deontológica es lo poco que les queda a muchas de estas instituciones que, más interesadas en la mayoría de los casos en arcaicas luchas de poder, han perdido el norte que debería guiar sus actuaciones: el de contribuir desde el ámbito profesional a la mejora de la sanidad en su conjunto: algo tan obvio como ser útiles a la sociedad de la que forman parte y que los sustenta. Aunque en este caso la obviedad cae en el vacío.
Así, habiendo abandonado flagrantemente desde hace tiempo esa función, muchas corporaciones y la propia OMC deben hacer ahora esfuerzos titánicos para justificar no ya la necesidad de una colegiación obligatoria que vulnera la libertad individual de asociación, sino incluso su propia existencia como organismos supuestamente necesarios. De hecho, la inutilidad y vaguedad actual de su labor es la que hace que la mayoría de los profesionales nos preguntemos el porqué de la necesidad de colegiarse.
El caso del Colegio de Madrid
En el caso concreto del colegio madrileño, el interés suscitado por su actividad quedó patente en las últimas elecciones a la Presidencia en las que fue reelegida Juliana Fariña con una participación electoral de menos del 20 por ciento. Este es sólo el ejemplo que me es más cercano, pero imagino panoramas similares en otras autonomías. En el caso de Fariña, para predicar con la deontología bastaría con que cumpliese las promesas que hizo cuando resultó elegida, al menos alguna de ellas. Sería suficiente con que lo intentase.
La cuestión es que no ha movido un solo dedo para eliminar la precariedad laboral de los médicos en la comunidad; ni siquiera se ha hecho nada desde la institución que preside para, en el peor de los casos, mantener la situación de precariedad actual, evitando, por ejemplo, que el gobierno madrileño se niegue a renovar los contratos temporales. Parece que la concesión de la medalla de la comunidad por parte de Esperanza Aguirre ha cumplido su labor silenciadora. Por otra parte nada ha hecho para que los MIR no tengan que pagar por su colegiación: otro de sus compromisos adquiridos. Nada ha dicho cuando desde diferentes medios de comunicación se ha puesto en duda casi a diario la presunción de inocencia de los profesionales que atendieron al profesor Jesús Neira. Nada cuando se ha desmantelado el servicio de ginecología del hospital de Arganda. Nada para detener las intolerables presiones que han tenido que sufrir diversos ginecólogos de nuestra región para cubrir esas bajas, las mismas que se ejercen día sí y día no en el hospital de turno para que, por ejemplo, se aceleren las altas médicas o los ingresos siguiendo criterios de imagen más que criterios de interés por la mejora de la atención al ciudadano.
La falta de responsabilidad del médico
Tenemos lo que nos merecemos. A fin de cuentas, este es el resultado de nuestra propia falta de responsabilidad. Porque todo esto y mucho más únicamente suscita indignados comentarios entre colegas. Los propios médicos y nuestro desinterés casi absoluto por todo aquello que rebase los límites de la consulta no hacen más que contribuir a esa futilidad. Parece que necesitamos la presión para actuar y, además, si los problemas sólo afectan a compañeros ajenos a nuestra especialidad, a nuestro centro sanitario, o a nuestro nivel asistencial, todo nos resulta lejano. ¡Para que luego nos tachen de corporativistas! Sólo así se explica que Fariña, que no ha sido precisamente modelo de efectividad en el desarrollo de su labor, haya conseguido revalidar nuevamente su puesto.
Es evidente el temor de los colegios por la pérdida económica y de poder que podría suponer la adscripción voluntaria. Pero, poder ¿para qué?. Porque si fuera para contribuir a mejorar las cosas, bienvenidos fueran los que quieren ostentarlo, pero el poder es inútil como fin en sí mismo. Es inútil para la sociedad, que está cansada de ineficiencia. Tenemos dos opciones: soltar lastres e incendiar metafóricamente los colegios, o cambiar la orientación con la que funcionan. Está bien hacer política (no partidismo) desde los colegios; es lo deseable incluso, pero política responsable de la que aporta prestigio a una institución.
Es decir, de la que hace que la institución sea estimada e influyente. De la que verdaderamente participa en el ciclo que devuelve a la sociedad los recursos invertidos en forma de propuestas, iniciativas, respaldo y formación de sus facultativos y, por qué no, de verdadero control deontológico, iniciado esta vez con el de la propia institución.
Los colegios no tendrían que temer nada si demostraran su competencia, si realmente resultaran útiles a sus profesionales y, en definitiva, al conjunto de la ciudadanía. Si los profesionales nos sintiéramos representados, protegidos y formados por nuestros colegios, no sólo no nos importaría pagar una cuota de forma voluntaria, sino que quizás incluso nos interesaría participar activamente en una institución que sabemos que puede mejorar la sociedad en la que vivimos.