La verdad más incómoda

La verdad más incómoda
«UN clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus hijos y no quiere consolarse, porque ya no existen». Las lágrimas de Raquel colmarían hoy un océano: la profecía de Jeremías evocada por el evangelista se ha hecho hoy realidad abismal y abrumadora. Herodes mataba niños arrastrado por un rapto repentino de cólera; hoy los masacramos con quirúrgica e industrial eficiencia. Los matamos por cientos, por miles, por millones, en una guerra declarada y sistemática a la infancia sin precedentes en la historia humana; los matamos, además, invocando sarcásticamente un sedicente «derecho a decidir». ¿A decidir sobre qué? Un niño gestante no es una verruga o un padrastro que podamos extirpar discrecionalmente; un niño gestante tiene un derecho inalienable a la vida que nadie puede arrogarse, ni siquiera la madre en cuyo seno se aloja. No es este un derecho que se derive de tales o cuales creencias religiosas; es un derecho primario que nace de la solidaridad natural de la especie humana. Cuando ese derecho deja de ser reconocido, podemos afirmar sin hipérbole que nuestra especie ha dejado de ser humana.
Ocurre, paradójicamente, que este derecho primordial es conculcado cuando más se habla de los «derechos de los niños». Ocurre -y aquí la paradoja adquiere dimensiones sobrecogedoras- que quienes más se llenan la boca invocando ad nauseam tales derechos son los mismos que amparan, legitiman y sufragan este crimen contra la infancia. Esta paradoja nos confronta con una enfermedad del espíritu que tiene su raíz en aquel ofuscamiento de la conciencia moral, muy propio de nuestra época, que ya denunciara Isaías: «¡Ay de los que a lo malo llaman bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!». Un ofuscamiento de la conciencia moral que empieza en la desnaturalización de las palabras, para terminar en la desnaturalización del alma: cuando el crimen del aborto es transmutado en un sedicente «derecho a decidir» para anteponer un interés personal sobre un derecho primario e inalienable, cuando se hace un mal para lograr un bien egoísta, se acaba pagando una factura costosísima.
Chesterton nos lo recuerda, poniendo como ejemplo a Macbeth, que pensó que asesinando al durmiente Duncan ya no hallaría obstáculo alguno que le permitiera ceñirse la corona de Escocia. Sin embargo, las consecuencias de ese crimen acabarían siendo insoportables. Chesterton nos enseña que la vida humana es una unidad; y que el ser humano acaba pagando siempre por las consecuencias de sus actos. No se puede hacer una locura con la idea de alcanzar la cordura; haciendo un mal, el hombre nunca podrá alcanzar un bien. El aborto se presenta con frecuencia como un mal necesario previo a la consecución de un bien, para enmascarar su naturaleza abominable; pero el mal que cometemos corrompe irrevocablemente nuestra humanidad, nos convierte ya para siempre en alimañas alumbradas por un fuego demoníaco, adoradores de Moloch y Baal, en cuyas aras entregamos en holocausto a nuestros hijos.
En esta fiesta de la Encarnación recordamos que Jesús fue niño y se gestó en el vientre de una mujer; y, a la vez, recordamos a todos los niños que son arrebatados del vientre de su madre. Ese Niño encarnado se convierte así en protector de todos los niños que nunca respirarán y en piedra de escándalo para todos aquellos que amparan, legitiman y sufragan el aborto, también para quienes tácitamente lo consienten y con cobardía o indiferencia vuelven la espalda ante el crimen más alevoso de cuantos puedan imaginarse. A esos niños que son devorados por el Dragón del Apocalipsis quiero dedicar estos hermosos versos de Chesterton -y pido excusas por la pálida traducción, que improviso sobre la marcha-, extraídos de su poema «Por el niño nonato», que sirve de frontispicio a su libro The Wild Knight: «Yo creo que si ellos me dejaran salir/ y adentrarme en el mundo y levantarme/ sería bueno durante todos los días/ que pasase en la tierra de la fantasía.// Ellos no oirían una palabra de egoísmo/ o desdén salida de mis labios./ Si tan sólo pudiera encontrar la puerta,/ si tan sólo pudiera nacer…». Si tan sólo los dejáramos nacer, el mundo se habría salvado.

 Fuente: ABC

 


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