Azucena Couceiro
Profesora de Bioética de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Madrid. España.
01 Agosto 2008
La búsqueda de la certeza.
La mejor manera de hacer el bien a los pacientes es basar la práctica clínica en pruebas científicas
El ensayo clínico es hoy el método científico hegemónico para evaluar cualquier nuevo procedimiento de diagnóstico o tratamiento médico. Pero su rotundo éxito contrasta con su extrema juventud: nació hace poco más de medio siglo.
Referentes bibliográficos
La búsqueda de la certeza. La cuantificación en medicina Para J. Rosser Matthews, autor de esta obra singular publicada por Triacastela, el ensayo clínico es en realidad la culminación de un proceso general que se inició tras la Revolución Francesa: la introducción de nuevas técnicas de exploración clínica, de métodos cuantitativos y del uso sistemático de estadísticas que convirtieron los hospitales de París, ya en las primeras décadas del siglo XIX, en la luminaria de la medicina mundial. No faltaron las críticas que denunciaban una posible deshumanización de la medicina, cuya revisión histórica por Matthews es profundamente ilustradora de los debates actuales entre hechos y valores, entre pruebas y narraciones, entre ciencia objetiva y biografía subjetiva. |
El papel de la bioestadística en medicina es hoy algo asumido desde que los estudiantes inician el primer curs o de la carrera. Pero su origen histórico y el sentido de su uso no son tan claros para la mayoría de los médicos como sería de desear. Un excelente libro que acaba de ser traducido al castellano (La búsqueda de la certeza. La cuantificación en medicina1) ilustra, como a continuación explicamos someramente, el debate entre la certeza subjetiva del clínico y la búsqueda de pruebas objetivas cuantificables que, como es bien sabido, concluyó en el siglo XX con un triunfo aplastante.
A principios del siglo XIX todavía era frecuente recurrir a la flebotomía —es decir, a la sangría—, para combatir la fiebre tifoidea. Broussais, médico jefe del hospital militar y de la Facultad de Medicina Val-de-Grace de París, apoyaba este método terapéutico basándose en la por él denominada “medicina fisiológica”. En su obra Estudio de la doctrina médica habitualmente aceptada (1816) afirma que el tratamiento de una patología consiste en el sangrado local del órgano afectado y una dieta restringida. Éste es un ejemplo más del empirismo imperante en la medicina de este siglo, en la que el juicio clínico se sustenta en la observación a través de los sentidos y el conocimiento de la lesión anatómica del individuo en particular, y de aquí se extraen consecuencias terapéuticas cuyo fundamento científico es, como mínimo, cuestionable.
Pero ¿qué ocurriría si el juicio científico se basara en la observación de una población de individuos enfermos en vez de en uno solo? Ésta fue la empresa de Pierre Louis, y de muchos otros que le siguieron en el camino de la introducción de la cuantificación en la medicina. Louis aplicó el “método numérico” —observación cuidadosa, conservación sistemática de las anotaciones, análisis riguroso de múltiples casos, elaboración prudente de generalizaciones y verificación mediante autopsias— a la medicina, y no dudó en afirmar que el clínico debe utilizar métodos cuantitativos para fundamentar sus juicios. Esta afirmación introduce una visión alternativa del razonamiento “científico”, la que apela a la supremacía del número, del razonamiento matemático, frente a la observación del sujeto individual.
La suma del empirismo asociado a los métodos matemáticos irá elevando, poco a poco, la categoría científica de la medicina. El pensamiento agregativo proporcionará la comprensión científica del juicio clínico, pero para hacerlo tendrá que superar grandes dificultades. En primer lugar era necesario poner a punto las técnicas que se iban a emplear. A Louis y sus trabajos sobre lo que hoy llamaríamos el tamaño de la muestra o la significación estadística, le siguió Adolphe Quetelet, que formuló sus conceptos combinando su formación en astronomía y matemáticas con la pasión por la estadística social. A él le debemos el concepto de hombre “medio” y su utilidad para emitir un diagnóstico médico. Sostenía que toda cualidad, dentro de ciertos límites, era básicamente buena, y que sólo las desviaciones extremas de la media resultan perjudiciales. El concepto de la “media” se mostró tan fecundo en la investigación como en la clínica, ya que los conceptos de salud y enfermedad también pueden representarse en términos de normas elaboradas estadísticamente.
Otra importante contribución vino de la mano de un gran matemático, Simeón Poisson, quien sugirió la forma de aplicar el cálculo de probabilidades a la terapéutica. Jules Gavarret, un médico con una excelente formación matemática, fue más allá de Poisson al aplicar la ley de los grandes números no sólo al diagnóstico y al tratamiento, sino también a la epidemiología. Asimismo, señaló las condiciones que hacen que los resultados estadísticos sean precisos —los hechos tienen que ser semejantes o comparables, y tiene que confiarse más en las observaciones a gran escala que a pequeña escala—, condiciones que sólo se dan dentro de ciertos límites de variación.
Poco a poco, el pensamiento estadístico y el enfoque de las probabilidades empiezan a demostrar su importancia para validar científicamente la eficacia de las decisiones terapéuticas. Sin embargo, su introducción en la medicina no fue fácil. La clase médica no aceptó estos planteamientos, porque no tenía la formación matemática para comprender el alcance epistemológico de este cambio, y también porque percibía un conflicto moral entre el paciente individual —objeto primordial de su actividad clínica— y el conjunto de personas enfermas con las que trabaja el científico empírico, el investigador.
La primera objeción hace referencia a una cuestión de gran calado, a saber, qué es el conocimiento “objetivo”. Los clínicos entienden que el método numérico es una ayuda heurística para la práctica de la medicina, les proporciona mayor objetividad para la interpretación de los datos, pero que el juicio clínico y terapéutico lo funda cada médico. La fisiología experimental, de enorme pujanza en este siglo, les va a proporcionar los datos “objetivos”, el conocimiento seguro, ya que —según ellos— controla la totalidad de las condiciones vitales que influyen en el proceso fisiológico. Es éste un “determinismo experimental”, sustentado por clínicos de la talla de Claude Bernard, que entienden que las leyes científicas de la medicina se tienen que basar en la certeza, no en la probabilidad.
La observación se ha hecho “objetiva”, el paciente se ha objetivizado a través de los datos fisiopatológicos, pero la inferencia médica sigue dependiendo del juicio clínico de cada profesional. Existe una dicotomía entre el juicio profesional y la objetividad estadística, lo que hace entender que la lógica de los hechos, objetivados desde la fisiopatología, tenga todavía el poder de anular a la cuantificación y la introducción de los métodos matemáticos. Y desde estos presupuestos adquiere todo el sentido el conflicto que se plantea entre el científico empírico y el médico humanitario. Si los datos “objetivos” obtenidos del paciente sumados al juicio clínico otorgan certeza al clínico, ¿cómo va a dejar el médico de poner en práctica su conocimiento, y lesionar así su obligación profesional de curar al enfermo?; ¿qué es lo prioritario, el enfermo o la sociedad?
Para que desaparezca el conflicto es necesario que se modifique la lógica que lo sustenta, es decir, que se llegue a entender que las inferencias subjetivas individuales —juicio clínico— no otorgan una certeza universalizable, y ni tan siquiera “certeza”. Que la medicina científica tiene que basarse tanto en un procedimiento adecuado —obtención de datos “objetivos”— como en el establecimiento de inferencias válidas a partir de esos datos, y que eso requiere tanto observaciones sistemáticas como procedimientos estadísticos.
Persuadir a los clínicos
Éste era el debate en el último tercio del siglo XIX. La escuela biométrica inglesa será definitiva en la empresa de persuadir a los clínicos para que acepten la aplicación de los métodos estadísticos. ¿Y qué mejor manera de hacerlo que aplicando dichos métodos a temas médicos muy concretos? Un ejemplo es el de la vacunoterapia, que todavía no tenía base científica firme en la que sustentarse, y era un procedimiento médico tan discutible como discutido por la misma clase médica. Así lo hizo Thomas Morder, que especificó las condiciones de validez de los métodos estadísticos. La primera es la existencia de un grupo control, es decir, de un grupo de pacientes con la misma patología que no reciben el tratamiento que se está probando. Así se obtienen series paralelas de casos, con el tratamiento —vacunoterapia— y sin él. Sólo cuando esto se haga a gran escala se conocerá el verdadero valor de la vacunoterapia, porque habremos eliminado la causalidad. La segunda condición, obtener unos registros numéricos exactos de incidencia y mortalidad.
A los trabajos de Morder se sumaron los de Karl Pearson, que determinó de modo matemático el grado de relación entre inmunidad e inoculación, y también entre mortalidad e inoculación. El coeficiente de correlación que lleva su nombre permite establecer el grado de relación existente entre dos clases de fenómenos distintos. El ejemplo de la vacunoterapia es uno entre muchos y ayuda a construir un nuevo paradigma de validación para establecer la eficacia de los tratamientos, paradigma que requiere el uso de la estadística, y en unas condiciones que permitan aceptar la validez de las conclusiones obtenidas a través de sus métodos.
Pese a ello, la profesión médica sigue mostrando renuencia hacia estos métodos, sobre los que vierte sus críticas, a saber: que sustituyen los valores humanísticos y clínicos por fórmulas matemáticas; que degradan a los pacientes al convertirlos en números, y que eliminan la responsabilidad fundamental del médico, que es conseguir que el individuo vuelva a estar sano. Los argumentos son poco convincentes, y ponen en evidencia que el clínico aún no ha cambiado de paradigma: cree que se mueve en la certeza, y cree que el juicio clínico y sus observaciones subjetivas le otorgan esa certeza, cuando en realidad no conoce la eficacia real de un gran número de los tratamientos que aplica. Pero, sin duda, las bases que sustentan este subjetivismo ingenuo ya han sido firmemente cuestionadas.
Subjetivismo ingenuo
Otro punto de inflexión para el cambio tiene lugar tras la Segunda Guerra Mundial. La proliferación de nuevos fármacos, de una gran potencia y producidos industrialmente, exigen métodos de validación objetiva. Los métodos estadísticos van a dirigir los estudios clínicos, y con ellos se pondrá a punto el ensayo clínico. Es obligado citar a Bradford Hill, considerado el padre del ensayo clínico moderno. Diseñó para el Medical Research Council un ensayo clínico aleatorizado con el que pretendía estudiar el efecto de la estreptomicina en casos de tuberculosis2. Los resultados salen a la luz en 1948, y aportan un nuevo elemento: la importancia de la aleatorización, es decir, la introducción del azar y la incertidumbre para garantizar que las diferencias encontradas entre los dos grupos del estudio reflejan las diferencias “reales”. Es el azar el que garantiza que los resultados posean cierto grado de “objetividad”, eliminando así el sesgo subjetivo del investigador. Esta vez sí que el paradigma de la probabilidad se ha hecho firme.
Los ensayos clínicos de hoy en día reproducen, esencialmente, las características fijadas por Bradford Hill a mediados del siglo pasado, y la unión del clínico con el profesional de la estadística han constituido la base para el nacimiento del ensayo clínico basado en la probabilidad3. En la actualidad nadie puede negar que las consideraciones estadísticas son cruciales, tanto en relación con el diseño del ensayo —criterios de inclusión, control del tamaño de la muestra, dos grupos o brazos para comparar, asignación aleatoria de los participantes del estudio en los grupos, enmascaramiento que evite las influencias objetivas del investigador y del paciente— como en la interpretación de los resultados, para validar la eficacia de muchos tratamientos4.
No ha sido fácil transitar desde el paradigma de la certeza subjetiva esgrimida por el clínico, hasta el de la probabilidad objetiva que aportan los modelos matemáticos. Sólo cuando se ha dado este paso se ha podido responder al dilema moral entre el clínico y el investigador. Y es que no existe tal dilema si entendemos que la mejor manera de hacer el bien a los pacientes es basar la práctica clínica en pruebas científicas, derivadas de estudios metodológicamente apropiados. Dicho de otra manera, hay que demostrar la utilidad de las prácticas a través de una investigación clínica rigurosa y correctamente diseñada. De todo ello se deriva, tal vez, la conclusión más importante: que la investigación clínica es condición de posibilidad de una práctica clínica validada, y por tanto, ética.
“Hay que demostrar la utilidad de las prácticas clínicas a través de una investigación clínica rigurosa y correctamente diseñada.” |
Bibliografía
1. Rosser Matthews J. La búsqueda de la certeza. La cuantificación en medicina. Madrid: Triacastela; 2007.
2. Medical Research Council. Streptomicyn treatment of pulmonary tuberculosis. Br Med J 1.948;ii:769-82.
3. De Abajo
La búsqueda de la certeza
Azucena Couceiro
Profesora de Bioética de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Madrid. España.
01 Agosto 2008
Un problema epistemológico con repercusiones éticas
La mejor manera de hacer el bien a los pacientes es basar la práctica clínica en pruebas científicas
El ensayo clínico es hoy el método científico hegemónico para evaluar cualquier nuevo procedimiento de diagnóstico o tratamiento médico. Pero su rotundo éxito contrasta con su extrema juventud: nació hace poco más de medio siglo.
Referentes bibliográficos
La búsqueda de la certeza. La cuantificación en medicina Para J. Rosser Matthews, autor de esta obra singular publicada por Triacastela, el ensayo clínico es en realidad la culminación de un proceso general que se inició tras la Revolución Francesa: la introducción de nuevas técnicas de exploración clínica, de métodos cuantitativos y del uso sistemático de estadísticas que convirtieron los hospitales de París, ya en las primeras décadas del siglo XIX, en la luminaria de la medicina mundial. No faltaron las críticas que denunciaban una posible deshumanización de la medicina, cuya revisión histórica por Matthews es profundamente ilustradora de los debates actuales entre hechos y valores, entre pruebas y narraciones, entre ciencia objetiva y biografía subjetiva. |
El papel de la bioestadística en medicina es hoy algo asumido desde que los estudiantes inician el primer curs o de la carrera. Pero su origen histórico y el sentido de su uso no son tan claros para la mayoría de los médicos como sería de desear. Un excelente libro que acaba de ser traducido al castellano (La búsqueda de la certeza. La cuantificación en medicina1) ilustra, como a continuación explicamos someramente, el debate entre la certeza subjetiva del clínico y la búsqueda de pruebas objetivas cuantificables que, como es bien sabido, concluyó en el siglo XX con un triunfo aplastante.
A principios del siglo XIX todavía era frecuente recurrir a la flebotomía —es decir, a la sangría—, para combatir la fiebre tifoidea. Broussais, médico jefe del hospital militar y de la Facultad de Medicina Val-de-Grace de París, apoyaba este método terapéutico basándose en la por él denominada “medicina fisiológica”. En su obra Estudio de la doctrina médica habitualmente aceptada (1816) afirma que el tratamiento de una patología consiste en el sangrado local del órgano afectado y una dieta restringida. Éste es un ejemplo más del empirismo imperante en la medicina de este siglo, en la que el juicio clínico se sustenta en la observación a través de los sentidos y el conocimiento de la lesión anatómica del individuo en particular, y de aquí se extraen consecuencias terapéuticas cuyo fundamento científico es, como mínimo, cuestionable.
Pero ¿qué ocurriría si el juicio científico se basara en la observación de una población de individuos enfermos en vez de en uno solo? Ésta fue la empresa de Pierre Louis, y de muchos otros que le siguieron en el camino de la introducción de la cuantificación en la medicina. Louis aplicó el “método numérico” —observación cuidadosa, conservación sistemática de las anotaciones, análisis riguroso de múltiples casos, elaboración prudente de generalizaciones y verificación mediante autopsias— a la medicina, y no dudó en afirmar que el clínico debe utilizar métodos cuantitativos para fundamentar sus juicios. Esta afirmación introduce una visión alternativa del razonamiento “científico”, la que apela a la supremacía del número, del razonamiento matemático, frente a la observación del sujeto individual.
La suma del empirismo asociado a los métodos matemáticos irá elevando, poco a poco, la categoría científica de la medicina. El pensamiento agregativo proporcionará la comprensión científica del juicio clínico, pero para hacerlo tendrá que superar grandes dificultades. En primer lugar era necesario poner a punto las técnicas que se iban a emplear. A Louis y sus trabajos sobre lo que hoy llamaríamos el tamaño de la muestra o la significación estadística, le siguió Adolphe Quetelet, que formuló sus conceptos combinando su formación en astronomía y matemáticas con la pasión por la estadística social. A él le debemos el concepto de hombre “medio” y su utilidad para emitir un diagnóstico médico. Sostenía que toda cualidad, dentro de ciertos límites, era básicamente buena, y que sólo las desviaciones extremas de la media resultan perjudiciales. El concepto de la “media” se mostró tan fecundo en la investigación como en la clínica, ya que los conceptos de salud y enfermedad también pueden representarse en términos de normas elaboradas estadísticamente.
Otra importante contribución vino de la mano de un gran matemático, Simeón Poisson, quien sugirió la forma de aplicar el cálculo de probabilidades a la terapéutica. Jules Gavarret, un médico con una excelente formación matemática, fue más allá de Poisson al aplicar la ley de los grandes números no sólo al diagnóstico y al tratamiento, sino también a la epidemiología. Asimismo, señaló las condiciones que hacen que los resultados estadísticos sean precisos —los hechos tienen que ser semejantes o comparables, y tiene que confiarse más en las observaciones a gran escala que a pequeña escala—, condiciones que sólo se dan dentro de ciertos límites de variación.
Poco a poco, el pensamiento estadístico y el enfoque de las probabilidades empiezan a demostrar su importancia para validar científicamente la eficacia de las decisiones terapéuticas. Sin embargo, su introducción en la medicina no fue fácil. La clase médica no aceptó estos planteamientos, porque no tenía la formación matemática para comprender el alcance epistemológico de este cambio, y también porque percibía un conflicto moral entre el paciente individual —objeto primordial de su actividad clínica— y el conjunto de personas enfermas con las que trabaja el científico empírico, el investigador.
La primera objeción hace referencia a una cuestión de gran calado, a saber, qué es el conocimiento “objetivo”. Los clínicos entienden que el método numérico es una ayuda heurística para la práctica de la medicina, les proporciona mayor objetividad para la interpretación de los datos, pero que el juicio clínico y terapéutico lo funda cada médico. La fisiología experimental, de enorme pujanza en este siglo, les va a proporcionar los datos “objetivos”, el conocimiento seguro, ya que —según ellos— controla la totalidad de las condiciones vitales que influyen en el proceso fisiológico. Es éste un “determinismo experimental”, sustentado por clínicos de la talla de Claude Bernard, que entienden que las leyes científicas de la medicina se tienen que basar en la certeza, no en la probabilidad.
La observación se ha hecho “objetiva”, el paciente se ha objetivizado a través de los datos fisiopatológicos, pero la inferencia médica sigue dependiendo del juicio clínico de cada profesional. Existe una dicotomía entre el juicio profesional y la objetividad estadística, lo que hace entender que la lógica de los hechos, objetivados desde la fisiopatología, tenga todavía el poder de anular a la cuantificación y la introducción de los métodos matemáticos. Y desde estos presupuestos adquiere todo el sentido el conflicto que se plantea entre el científico empírico y el médico humanitario. Si los datos “objetivos” obtenidos del paciente sumados al juicio clínico otorgan certeza al clínico, ¿cómo va a dejar el médico de poner en práctica su conocimiento, y lesionar así su obligación profesional de curar al enfermo?; ¿qué es lo prioritario, el enfermo o la sociedad?
Para que desaparezca el conflicto es necesario que se modifique la lógica que lo sustenta, es decir, que se llegue a entender que las inferencias subjetivas individuales —juicio clínico— no otorgan una certeza universalizable, y ni tan siquiera “certeza”. Que la medicina científica tiene que basarse tanto en un procedimiento adecuado —obtención de datos “objetivos”— como en el establecimiento de inferencias válidas a partir de esos datos, y que eso requiere tanto observaciones sistemáticas como procedimientos estadísticos.
Persuadir a los clínicos
Éste era el debate en el último tercio del siglo XIX. La escuela biométrica inglesa será definitiva en la empresa de persuadir a los clínicos para que acepten la aplicación de los métodos estadísticos. ¿Y qué mejor manera de hacerlo que aplicando dichos métodos a temas médicos muy concretos? Un ejemplo es el de la vacunoterapia, que todavía no tenía base científica firme en la que sustentarse, y era un procedimiento médico tan discutible como discutido por la misma clase médica. Así lo hizo Thomas Morder, que especificó las condiciones de validez de los métodos estadísticos. La primera es la existencia de un grupo control, es decir, de un grupo de pacientes con la misma patología que no reciben el tratamiento que se está probando. Así se obtienen series paralelas de casos, con el tratamiento —vacunoterapia— y sin él. Sólo cuando esto se haga a gran escala se conocerá el verdadero valor de la vacunoterapia, porque habremos eliminado la causalidad. La segunda condición, obtener unos registros numéricos exactos de incidencia y mortalidad.
A los trabajos de Morder se sumaron los de Karl Pearson, que determinó de modo matemático el grado de relación entre inmunidad e inoculación, y también entre mortalidad e inoculación. El coeficiente de correlación que lleva su nombre permite establecer el grado de relación existente entre dos clases de fenómenos distintos. El ejemplo de la vacunoterapia es uno entre muchos y ayuda a construir un nuevo paradigma de validación para establecer la eficacia de los tratamientos, paradigma que requiere el uso de la estadística, y en unas condiciones que permitan aceptar la validez de las conclusiones obtenidas a través de sus métodos.
Pese a ello, la profesión médica sigue mostrando renuencia hacia estos métodos, sobre los que vierte sus críticas, a saber: que sustituyen los valores humanísticos y clínicos por fórmulas matemáticas; que degradan a los pacientes al convertirlos en números, y que eliminan la responsabilidad fundamental del médico, que es conseguir que el individuo vuelva a estar sano. Los argumentos son poco convincentes, y ponen en evidencia que el clínico aún no ha cambiado de paradigma: cree que se mueve en la certeza, y cree que el juicio clínico y sus observaciones subjetivas le otorgan esa certeza, cuando en realidad no conoce la eficacia real de un gran número de los tratamientos que aplica. Pero, sin duda, las bases que sustentan este subjetivismo ingenuo ya han sido firmemente cuestionadas.
Subjetivismo ingenuo
Otro punto de inflexión para el cambio tiene lugar tras la Segunda Guerra Mundial. La proliferación de nuevos fármacos, de una gran potencia y producidos industrialmente, exigen métodos de validación objetiva. Los métodos estadísticos van a dirigir los estudios clínicos, y con ellos se pondrá a punto el ensayo clínico. Es obligado citar a Bradford Hill, considerado el padre del ensayo clínico moderno. Diseñó para el Medical Research Council un ensayo clínico aleatorizado con el que pretendía estudiar el efecto de la estreptomicina en casos de tuberculosis2. Los resultados salen a la luz en 1948, y aportan un nuevo elemento: la importancia de la aleatorización, es decir, la introducción del azar y la incertidumbre para garantizar que las diferencias encontradas entre los dos grupos del estudio reflejan las diferencias “reales”. Es el azar el que garantiza que los resultados posean cierto grado de “objetividad”, eliminando así el sesgo subjetivo del investigador. Esta vez sí que el paradigma de la probabilidad se ha hecho firme.
Los ensayos clínicos de hoy en día reproducen, esencialmente, las características fijadas por Bradford Hill a mediados del siglo pasado, y la unión del clínico con el profesional de la estadística han constituido la base para el nacimiento del ensayo clínico basado en la probabilidad3. En la actualidad nadie puede negar que las consideraciones estadísticas son cruciales, tanto en relación con el diseño del ensayo —criterios de inclusión, control del tamaño de la muestra, dos grupos o brazos para comparar, asignación aleatoria de los participantes del estudio en los grupos, enmascaramiento que evite las influencias objetivas del investigador y del paciente— como en la interpretación de los resultados, para validar la eficacia de muchos tratamientos4.
No ha sido fácil transitar desde el paradigma de la certeza subjetiva esgrimida por el clínico, hasta el de la probabilidad objetiva que aportan los modelos matemáticos. Sólo cuando se ha dado este paso se ha podido responder al dilema moral entre el clínico y el investigador. Y es que no existe tal dilema si entendemos que la mejor manera de hacer el bien a los pacientes es basar la práctica clínica en pruebas científicas, derivadas de estudios metodológicamente apropiados. Dicho de otra manera, hay que demostrar la utilidad de las prácticas a través de una investigación clínica rigurosa y correctamente diseñada. De todo ello se deriva, tal vez, la conclusión más importante: que la investigación clínica es condición de posibilidad de una práctica clínica validada, y por tanto, ética.
“Hay que demostrar la utilidad de las prácticas clínicas a través de una investigación clínica rigurosa y correctamente diseñada.” |
Bibliografía
1. Rosser Matthews J. La búsqueda de la certeza. La cuantificación en medicina. Madrid: Triacastela; 2007.
2. Medical Research Council. Streptomicyn treatment of pulmonary tuberculosis. Br Med J 1.948;ii:769-82.
3. De Abajo FJ. Fundamentos de los ensayos clínicos. En: Carvajal A, editor. Farmacoepidemiología. Valladolid: Universidad de Valladolid; 1993.p.83-105.
4. Bakke OM, Carné X, García Alonso F. Ensayos clínicos con medicamentos. Barcelona: Doyma; 1994.
FJ. Fundamentos de los ensayos clínicos. En: Carvajal A, editor. Farmacoepidemiología. Valladolid: Universidad de Valladolid; 1993.p.83-105.
4. Bakke OM, Carné X, García Alonso F. Ensayos clínicos con medicamentos. Barcelona: Doyma; 1994.
Publicado
en
por
Etiquetas: