Javier Sábada
04 Abril 2008
En una de esas entrevistas rápidas sobre temas de actualidad, me preguntaron mi opinión acerca del mercado de la felicidad. La fórmula puede ser relativamente nueva, pero el tema de la felicidad es tan antiguo como la humanidad. Y el desacuerdo acerca de su definición es casi total. Se trata de uno de esos conceptos densos que se usan con profusión, dando por supuesto que todo el mundo conoce su significado. Podría afirmarse lo mismo, por ejemplo, del término vida, o de cultura. Dos importantes antropólogos coleccionaron hace pocas décadas cerca de doscientas definiciones de cultura. Felicidad los superaría. Y es que o bien cada uno tiene su idea de felicidad, con lo cual ésta se multiplica hasta el infinito, o se la seudodefine con palabras tan generales que en nada avanzamos en su comprensión. Así, se nos dice, se trata de bienestar o calidad de vida. No hemos dado un paso adelante y las interrogaciones podrían llover de nuevo.
¿Es posible alcanzar alguna luz en este bosque de palabras y de opiniones tan subjetivas que no pasan de la piel de quien las enuncia? Sólo en caso afirmativo podríamos referirnos con algún sentido al supuesto mercado de la felicidad que estaría inundando nuestro consumo. Distingamos para ello entre placer y felicidad. Es verdad que las palabras no crean el mundo, pero nos sirven para orientarnos en él. Los placeres son inmediatos. Consisten en los bienes que encontramos en nosotros mismos, en los demás o que nos ofrece lo que nos rodea. El amor, el sexo, la amistad, el arte, el juego, la conversación distendida o el deporte son placeres con los que cualquiera puede gozar. Es obvio que el logro de un determinado placer requiere entrenamiento y atención, pero eso no quita para que podamos contar como placentero todo aquello que no exige más que poner en funcionamiento las potencias de las que estamos dotados. Dichos placeres son siempre bienvenidos y el único límite sería el del exceso, que acaba por derrotar lo que, en principio, es promesa de regocijo y satisface, siquiera brevemente, nuestros deseos. En una concepción muy purista, la obtención de tales placeres nos equipararía con los animales. Sin tener que negar nuestra condición animal, hay que añadir que, en cuanto los disfruta, un individuo que es racional los transforma humanizándolos. Placeres, por tanto, todos los que se quieran, con tal que no nos destruyan ni destruyan a los que nos acompañan.
Existe, sin embargo, otro nivel en el que, sin negar lo anterior, podemos colocar lo que con mayor precisión llamamos “felicidad”. Tal felicidad es fruto de la actividad moral de los humanos. Somos dignos porque hacemos lo que creemos que tenemos que hacer. Y de esta forma nos esculpimos a nosotros mismos, creamos la propia singularidad y nos hermanamos con los demás. Y de esta forma nace la conciencia satisfecha, con un gozo especialmente humano. La felicidad, así, es la forma más avanzada de ser humano. En el mundo de la cultura, al que hemos accedido desde la naturaleza, se nos ofrece la posibilidad de vivir de acuerdo con unos ideales que nos ponemos para construir una humanidad reconciliada consigo misma. Un interesante personaje, mezcla de filósofo y mago, llegó a describir la felicidad como sentirse a gusto con uno mismo. Dio en la diana. Ser feliz es no tener más miedo que el necesario y estar abierto a compartir los bienes y males con el resto de los congéneres.
Situémonos en la venta de la felicidad de nuestros días. Los libros de autoayuda, los métodos para saber vivir sin angustias o las fórmulas y fármacos antidepresivos se han introducido en la vida de las personas con una fuerza incuestionable. Pero podemos preguntarnos si realmente hacen a la gente más feliz o no. Es más que dudoso. Porque se dedican, en el mejor de los casos y cuando no son puro embuste, a airear placeres inmediatos que se esfuman con rapidez. El núcleo de los individuos, no obstante, queda intacto. Lo que sucede es que, ante el peso de la soledad y el sufrimiento, se sale al exterior buscando lo que sea y como sea. Y ahí aparecen los vendedores de felicidad. No se insta al retorno hacia uno mismo, a la conquista de una felicidad común y con esfuerzo. Se enseña, más bien, una zanahoria o una isla paradisíaca en donde, por encanto, de saparecerían todos nuestros males. Puede ser que desaparezcan durante algún tiempo. Pronto vuelven llamando a la puerta y aumentados.
Es ése el mercado de la felicidad. No es cosa de descalificar el mercado en cuanto tal. Doctores tiene la economía que sabrán valorarlo. Pero lo que no se puede hacer es mercantilizarlo todo. Y en la etapa de un consumismo que sólo produce estímulo tras estímulo, no es extraño que la felicidad se agite ante los ojos de la gente revestida de todas las técnicas de un marketing refinado. Poca será esa felicidad. La verdadera se encuentra en otra parte. Y, concretamente, en uno mismo.
Fuente: Jano