NUEVA CAMPAÑA POR UNA CULTURA DE LA MUERTE
Por José Francisco Serrano Oceja
Mucho se han desgañitado los defensores de tender puentes entre el cristianismo y el socialismo hispánico en intentar explicarnos el concepto, y sus efectos, de una laicidad integradora. Y ahora viene el socialismo de Zapatero y decreta la exclusión desintegradora de los capellanes en los hospitales.
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Destacados dirigentes de ese partido han elevado el tono, con este caso, hasta límites insospechados. Sirva le ejemplo de Álvaro Cuesta quien dijo sentir «repugnancia» frente a un acuerdo que tachó de «inquisitorial, fundamentalista e inconstitucional», y que achaca a «mentes podridas por el dogmatismo». Un buen inicio de legislatura que, sin duda, va a marcar el futuro, máxime si nos encontramos con un partido de la oposición que más que tener un deber con las ideas lo tiene con los cargos y las prebendas.
Una vez más, se han desgañitado los responsables del PP madrileño, pero sin el obligado coro de los líderes nacionales de su partido que han guardado, digámoslo así, un socialdemócrata silencio, no vaya a ser que nos salga algún joven cerebrito y diga que hay que abrir las ventanas contra el humo clerical.
Mucho nos cuesta despertar del sueño de una razón utópica para darnos cuenta de que lo que le molesta al Gobierno socialista no es la presencia de la Iglesia en la sociedad, es la capacidad que la virtud ha tenido de conformar al hombre libre. Mientras el Gobierno envía al Fiscal General del Estado el convenio entre el arzobispado de Madrid y la Comunidad sobre la presencia de los sacerdotes en los hospitales y la posibilidad de su pertenencia a los comités de Ética en las unidades de cuidados paliativos, el doctor Montes lanza la soflama de la revolución y pide a los enfermos que salgan a la calle para pedir la expulsión de los sacerdotes de los centros de salud. El mundo al revés.
Un Gobierno avanzado en políticas sociales de verdad debiera dedicarse a favorecer, por ejemplo, el modelo integral de asistencia sanitaria que hace 65 años Richard Cabot, médico de Boston y profesor de Teología en la Universidad de Harvard, puso en marcha sobre la ayuda pastoral clínica. Proyecto que desarrolló años después Antón Boisen, pastor protestante, creador en el Worcester State Hospital de Massachussets del más avanzado método de ayuda clínica pastoral. Ésa sí que es una política social de primera y no la expulsión de quienes representan la más alta humanización de la salud y del hombre desde su naturaleza trascendente.
Cada día que pasa, el Gobierno socialista se acerca al límite que marcan los Acuerdos entre la Iglesia y el Estado. El convenio con la Comunidad de Madrid no ha tenido otro referente que el firmado por los ministros de Justicia y Sanidad y Consumo y el presidente de la Conferencia Episcopal Española el 24 de julio de 1985, en época de Felipe González; un acuerdo sobre asistencia religiosa católica en los centros hospitalarios públicos publicado en el BOE el 21 de diciembre de 1985. En la capital de España quien ratificó el primer texto sobre asistencia religiosa en los hospitales fue el presidente socialista Joaquín Leguina, dato que la SER parece que ha olvidado, a no ser que la tercera generación de socialistas españoles quieran freudianamente acabar con sus padres, al menos en estas materias.
La historia de los sacerdotes y los comités de Ética, y todo lo que en conjunto arrastra, amén de ser una campaña teledirigida por las terminales propagandísticas del gobierno, de sexta generación, ha permitido que suenen los primeros compases del vals de la muerte legal que se avecina: la eutanasia. Si se consuma la sentencia pública de la muerte civil y de la expulsión de los hospitales de los sacerdotes, el terreno queda expedito a la actuación sin freno de la cultura de la muerte. Los hermanos mayores del cristianismo, los judíos, conocen a la perfección qué ocurre el día después de que la eutanasia se convierta en práctica social común.
Hay, en esta invectiva del socialismo más radical, dos aspectos que no deben olvidarse: uno, la radical negación a que la creencia contribuya a conformar los criterios de actuación de una ética pública compartida por todos. Una vez más, con este caso, el socialismo ha demostrado que no va a permitir la carta de ciudadanía a ninguna convicción con pretensiones de decir una palabra de verdad y bondad en el foro público. Y el otro aspecto es el del anuncio de la claudicación de la ética de la medicina frente al pragmatismo y al utilitarismo de las políticas de salud gubernamentales. Edmund Pellegrino y David Thomasma, en su libro The Virtues in Medical Practice, lo anunciaron hace algún tiempo: «Lo más angustioso es la convicción que va abriéndose paso de que le baluarte de la ética ha caído ya, de que ya no es posible ser un médico que se comporta éticamente, y de que las únicas posibilidades son la capitulación, la acomodación o la jubilación anticipada. Con la advertencia a los propios hijos de que no entren en la ciudad derrotada.»
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